Pasamos la vida soñando, anhelando hacer realidad historias que quizás hasta nosotros mismos sabemos que no llegarán a cumplirse y que aún así cuando eso pasa, cuando todo queda en un deseo vehemente de conseguir realizar nuestros sueños, nos llevamos la máxima decepción, obviando que en nuestra propia mente, que en ese pequeño rinconcito de nuestro subconsciente al que no nos gusta prestar atención, sabíamos que todo era un sueño, un deseo, un anhelo, una simple fantasía...
Soñamos desde niños, creando nuestras propias ilusiones, fantaseando con ese futuro perfecto que todos pensamos que está escrito para nosotros, y nos visualizamos así, como si en vez de sueños fueran imágenes premonitorias de las historias que estamos convencidos que acabarán ocurriendo. Y nos vemos sentados en una oficina, vestidos con trajes propios del más acaudalado de los banqueros, colgados del teléfono y parando para comer una ensalada colorista servida sobre un extravagante plato en algún moderno restaurante más propio de cualquier película absurda en vez de vernos siendo parte de una cadena de montaje, sirviendo cafés en una simple cafetería de la periferia o lo que es peor, caminando fábrica tras fábrica, mendigando un trabajo que sabemos perfectamente que van a negarnos.
Nos imaginamos llegando a casa, maletín en mano, o bajando de nuestro brillante coche nuevo, aparcando frente a nuestra preciosa casa adosada con el jardín bien cuidado en vez de vernos regresando agotados, con el uniforme de nuestro nefasto trabajo oliendo a sudor después de una agotadora jornada, bajando del coche con el que nos hemos conformado y que rezamos porque no de problemas, aparcando quizás a 6 manzanas de nuestro piso de 2 dormitorios en el que tenemos que soportar al peor de los vecinos.
Nos vemos casados, con unos preciosos niños que están esperando con una enorme sonrisa nuestra llegada a casa y una pareja a la que se le ilumina la mirada por el simple hecho de volver a vernos después de unas pocas horas separados en vez de visualizar los berrinche, las peleas por el mando, el simple "ya estoy en casa" dicho con un tono de tedio y desgana que denota la aplastante monotonía.
Soñamos con una aromática y humeante taza de café caliente, desayunando en familia, periódico en mano, comentando quizás como pensamos que avanzará el día en lugar de pensar en desayunos precipitados, casi sin sentarnos, renegando por la hora, y maldiciendo el día de mierda que estamos convencidos que se nos avecina.
Nos vemos sanos, atléticos, delgados, perfectos sin pensar en en kilos de más, en dolores de espalda, en pies doloridos por el trabajo y esa masa horrenda que rodea nuestra cintura que hagamos lo que hagamos nunca nos abandona.
Fantaseamos con jornadas de compras, visa en mano, cenas en modernos restaurantes de platos con extravagantes ingredientes, rodeados de amigos rememorando anécdotas de historias imposibles y copas de alcohol servidas con brillantes hielos que parecen indestructibles en lugar de vernos cenando platos de cocina rápida, servidas en bandejas d poliestireno reciclado, mirando las etiquetas de cada prenda cuestionando si podemos permitirnos ese gasto y posponiendo nuestras reuniones sociales a ese día en que nos lo permite nuestra economía y las obligaciones laborales.
Soñamos con noches apasionadas, almohadas de plumas, flores en la mesa. Con caricias bajo la mesa. Con confidencias al oído. Soñamos con preciosos vestidos o domingos soleados disfrutando del campo. Fantaseamos con historias de película. Con detalles inesperados. Con mensajes de amor. Con llamadas por sorpresa en vez de pensar en ronquidos, noches de insomnio o zapatillas de oferta para bajar al parque más cercano.
Vivimos desde niños fantaseando con una realidad que solo unos pocos están destinados poseer. Soñando, idealizando, codiciando y aun así, pese a todo, quizás sea mejor vivir soñando...
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